Comentario: una breve pero excelente introducción a la discusión sobre el cosmopolitismo.
Hasta ahora, a lo largo de la historia de Occidente, el cosmopolitismo y la democracia han tenido dos historias separadas: el cosmopolitismo ha sido pensado al margen de la democracia y la democracia ha sido pensada al margen del cosmopolitismo. Esto es lo que hoy está cambiando. Ha llegado el momento de plantear que no es posible la democracia sin el cosmopolitismo, ni el cosmopolitismo sin la democracia.
Estas son las tres grandes formas de cosmopolitismo que habíamos conocido hasta ahora: en la Antigüedad greco-romana, un cosmopolitismo filosófico (como el de Diógenes de Sínope y los demás filósofos cínicos griegos) e imperial (como el de los filósofos estoicos latinos, incluido el emperador Marco Aurelio); en la Edad Media cristiana, un cosmopolitismo religioso y eclesiástico (que se expande a todo el mundo a partir de 1492, pero que al mismo tiempo entra en crisis tras la Reforma protestante y las posteriores guerras de religión); en la Europa moderna y capitalista, un cosmopolitismo comercial y colonial (en el que se inscribe el desarrollo del Derecho Internacional y, en particular, la propuesta de Kant: una “federación de repúblicas libres” que garantice la “paz perpetua” entre los Estados y el “derecho de visita” para las personas, y especialmente para los comerciantes).
El proceso de globalización de todas las relaciones sociales, que se inicia tras la Segunda Guerra Mundial y la experiencia del terror totalitario, con la creación de la ONU (1945) y la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), y que se ha acelerado en las tres últimas décadas, con la revolución de las tecnologías del transporte, la información y la comunicación, y con el fin de la Guerra Fría, ha llevado a postular como proyecto político un nuevo tipo de cosmopolitismo, concebido como un “cosmopolitismo democrático”, o bien como una “democracia cosmopolita”.
La propuesta de una “democracia cosmopolita” es una novedad histórica, en un doble sentido: con respecto a las pasadas formas de cosmopolitismo, que no eran democráticas; y con respecto a las pasadas formas de democracia, que no eran cosmopolitas.
Esta propuesta ha dado lugar a un gran debate en las dos últimas décadas, en el que resuenan los ecos de pensadores precedentes, como Hobbes, Kant, Schmitt, Kelsen, Jaspers y Arendt. El debate ha girado en torno a dos grandes cuestiones: si una tal democracia cosmopolita es posible, es decir, si puede ser construida institucionalmente; y, en caso de que fuera posible, si es deseable o si más bien debe ser evitada a toda costa, dada la terrible amenaza que podría suponer un todopoderoso “Estado mundial”.
No puedo entrar aquí en los argumentos de los partidarios de la democracia cosmopolita (Otfried Höffe, Jürgen Habermas, Ulrich Beck, Zygmunt Barman, Norberto Bobbio, Richard Kalk, David Held, Mary Kaldor, Daniele Archibugi, etc.) y de sus críticos (no sólo los llamados “realistas políticos”, herederos de Hobbes y de Schmitt, sino también algunos pensadores progresistas como John Rawls, Danilo Zolo, Chantal Mouffe, Boaventura de Sousa Santos, etc.). Me limitaré a apuntar mi punto de vista: la democracia cosmopolita no sólo es posible y deseable, sino que es históricamente ineludible y tarde o temprano acabará constituyéndose.
Y es ineludible porque el actual proceso de globalización está poniendo al descubierto los límites del moderno Estado-nación soberano. Se están produciendo dos fenómenos entrecruzados: por un lado, los poderes, los riesgos y las responsabilidades se están globalizando más allá de la soberanía de cada Estado aislado, por muy poderoso que éste sea; por otro lado, las culturas, las lenguas, las religiones, las tradiciones, las identidades étnicas y nacionales, etc., se están entremezclando cada vez más en el interior de cada frontera nacional. Estos dos aspectos de la globalización son los que nos están obligando a retomar el proyecto cosmopolita y a ampliar los límites de la democracia.
Hoy día, la moderna “democracia nacional” es una contradicción en los términos, porque los poderes sociales se han globalizado y porque las identidades nacionales se han entremezclado. Por eso, hay que “desnacionalizar” la democracia, en un doble sentido: multiplicando los niveles de deliberación y decisión, por encima y por debajo del Estado-nación soberano; y pluralizando las identidades culturales y los niveles de pertenencia ciudadana, por encima y por debajo del nivel estatal.
Dado el acelerado proceso de globalización de todas las relaciones sociales, la democracia del siglo XXI será cosmopolita o dejará de ser democracia. No puede haber cosmopolitismo sin democracia, pero tampoco puede haber democracia sin cosmopolitismo.
El proyecto de “democracia cosmopolita” tiene tres niveles que deben desarrollarse de forma simultánea y entrecruzada:
-Democratización interna de todos los Estados del mundo. De los 192 Estados miembros de la ONU, 120 son democracias con gobiernos electos (el 58% de la población mundial), aunque algunas de estas democracias son más bien “democraduras” (con una democracia formal y una dictadura de hecho, como en el caso de Rusia).
-Democratización de los organismos y tratados internacionales (ONU, FMI, BM, OMC, UE, etc.), mediante la federalización efectiva entre los Estados, a escala continental y a escala mundial.
-Creación de organismos y procedimientos democráticos directamente cosmopolitas, en donde los individuos y organizaciones de la sociedad civil mundial tengan la posibilidad de participar y de reivindicar sus derechos, sin la mediación de los Estados: una asamblea mundial de los pueblos, un tribunal mundial de los derechos humanos, etc.
Fecha de publicación: 23 de Marzo de 2009
Estas son las tres grandes formas de cosmopolitismo que habíamos conocido hasta ahora: en la Antigüedad greco-romana, un cosmopolitismo filosófico (como el de Diógenes de Sínope y los demás filósofos cínicos griegos) e imperial (como el de los filósofos estoicos latinos, incluido el emperador Marco Aurelio); en la Edad Media cristiana, un cosmopolitismo religioso y eclesiástico (que se expande a todo el mundo a partir de 1492, pero que al mismo tiempo entra en crisis tras la Reforma protestante y las posteriores guerras de religión); en la Europa moderna y capitalista, un cosmopolitismo comercial y colonial (en el que se inscribe el desarrollo del Derecho Internacional y, en particular, la propuesta de Kant: una “federación de repúblicas libres” que garantice la “paz perpetua” entre los Estados y el “derecho de visita” para las personas, y especialmente para los comerciantes).
El proceso de globalización de todas las relaciones sociales, que se inicia tras la Segunda Guerra Mundial y la experiencia del terror totalitario, con la creación de la ONU (1945) y la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), y que se ha acelerado en las tres últimas décadas, con la revolución de las tecnologías del transporte, la información y la comunicación, y con el fin de la Guerra Fría, ha llevado a postular como proyecto político un nuevo tipo de cosmopolitismo, concebido como un “cosmopolitismo democrático”, o bien como una “democracia cosmopolita”.
La propuesta de una “democracia cosmopolita” es una novedad histórica, en un doble sentido: con respecto a las pasadas formas de cosmopolitismo, que no eran democráticas; y con respecto a las pasadas formas de democracia, que no eran cosmopolitas.
Esta propuesta ha dado lugar a un gran debate en las dos últimas décadas, en el que resuenan los ecos de pensadores precedentes, como Hobbes, Kant, Schmitt, Kelsen, Jaspers y Arendt. El debate ha girado en torno a dos grandes cuestiones: si una tal democracia cosmopolita es posible, es decir, si puede ser construida institucionalmente; y, en caso de que fuera posible, si es deseable o si más bien debe ser evitada a toda costa, dada la terrible amenaza que podría suponer un todopoderoso “Estado mundial”.
No puedo entrar aquí en los argumentos de los partidarios de la democracia cosmopolita (Otfried Höffe, Jürgen Habermas, Ulrich Beck, Zygmunt Barman, Norberto Bobbio, Richard Kalk, David Held, Mary Kaldor, Daniele Archibugi, etc.) y de sus críticos (no sólo los llamados “realistas políticos”, herederos de Hobbes y de Schmitt, sino también algunos pensadores progresistas como John Rawls, Danilo Zolo, Chantal Mouffe, Boaventura de Sousa Santos, etc.). Me limitaré a apuntar mi punto de vista: la democracia cosmopolita no sólo es posible y deseable, sino que es históricamente ineludible y tarde o temprano acabará constituyéndose.
Y es ineludible porque el actual proceso de globalización está poniendo al descubierto los límites del moderno Estado-nación soberano. Se están produciendo dos fenómenos entrecruzados: por un lado, los poderes, los riesgos y las responsabilidades se están globalizando más allá de la soberanía de cada Estado aislado, por muy poderoso que éste sea; por otro lado, las culturas, las lenguas, las religiones, las tradiciones, las identidades étnicas y nacionales, etc., se están entremezclando cada vez más en el interior de cada frontera nacional. Estos dos aspectos de la globalización son los que nos están obligando a retomar el proyecto cosmopolita y a ampliar los límites de la democracia.
Hoy día, la moderna “democracia nacional” es una contradicción en los términos, porque los poderes sociales se han globalizado y porque las identidades nacionales se han entremezclado. Por eso, hay que “desnacionalizar” la democracia, en un doble sentido: multiplicando los niveles de deliberación y decisión, por encima y por debajo del Estado-nación soberano; y pluralizando las identidades culturales y los niveles de pertenencia ciudadana, por encima y por debajo del nivel estatal.
Dado el acelerado proceso de globalización de todas las relaciones sociales, la democracia del siglo XXI será cosmopolita o dejará de ser democracia. No puede haber cosmopolitismo sin democracia, pero tampoco puede haber democracia sin cosmopolitismo.
El proyecto de “democracia cosmopolita” tiene tres niveles que deben desarrollarse de forma simultánea y entrecruzada:
-Democratización interna de todos los Estados del mundo. De los 192 Estados miembros de la ONU, 120 son democracias con gobiernos electos (el 58% de la población mundial), aunque algunas de estas democracias son más bien “democraduras” (con una democracia formal y una dictadura de hecho, como en el caso de Rusia).
-Democratización de los organismos y tratados internacionales (ONU, FMI, BM, OMC, UE, etc.), mediante la federalización efectiva entre los Estados, a escala continental y a escala mundial.
-Creación de organismos y procedimientos democráticos directamente cosmopolitas, en donde los individuos y organizaciones de la sociedad civil mundial tengan la posibilidad de participar y de reivindicar sus derechos, sin la mediación de los Estados: una asamblea mundial de los pueblos, un tribunal mundial de los derechos humanos, etc.
Fecha de publicación: 23 de Marzo de 2009